Tal vez esta sea la entrada al blog que más me va a costar
escribir, y no porque no tenga cosas que decir, sino porque es complicado
decírselas a un hijo.
Todos nos movemos bien cuando
mantenemos conversaciones con ellos sobre temas triviales, hablamos con
naturalidad y convicción de cualquier tema o situación, sea de los estudios, los
amigos, la familia, el trabajo, e incluso de política. Pero la cosa se complica
cuando hay que comunicar emociones, las suyas o las tuyas. No lo manejamos
bien, es llegar ellas y patinamos.
Raramente miramos a los ojos a
quien más queremos para decirle lo que sentimos. Lo damos todo por hecho, y lo
sustituimos por “señales” que creemos fáciles de interpretar pero que en su
mayor parte contienen códigos imposibles de descifrar. Claro que eso no pasa
con todas las emociones, porque se nos da muy bien airear enfados, rabia,
frustración y culpa hacia los demás, al tiempo que reprimimos agradecimientos o
muestras de cariño y aceptación. No sé
qué aprendizajes estarán detrás de ese comportamiento, pero no resulta difícil imaginar
que mucho tiene que ver una herencia que mezcla nuestra historia personal con la
propia cultura.
Hoy voy a hacer eso que raramente
hacemos, y ese va a ser mi regalo de cumpleaños para Álvaro.
“Hace treinta años yo también tenía
la misma edad que tú cumples hoy. Tu madre y yo vivíamos en un pequeño
apartamento, un edificio modesto en un barrio humilde de Madrid, en Carabanchel,
donde tú nos elegiste para ser tus padres. Que suerte tuvimos. Allí estuvimos unos
años hasta que nació tu hermano. Cuatro eran muchos para ese piso y decidimos
irnos a Majadahonda, donde vives ahora. Recuerdo esos años con mucho cariño.
Eras un bebé encantador, muy despierto y feliz, al menos eso reflejaba tu cara,
bueno, también tu cara reflejaba los efectos de una dermatitis atópica muy molesta
con la que te anticipé mi herencia. Hacías las delicias de toda la familia.
Incluso las vecinas, tías de mamá, no dejaban pasar un solo día sin visitarte. Fue
bonito aquello.
De entonces hasta ahora han pasado
muchas cosas, pero sólo una, responsabilidad mía, hubiera querido evitarte. La
separación. Imagino que a estas alturas de la vida ya sabrás que las personas
somos complejas, y tenemos comportamientos complejos, que a veces ni nosotros
mismos somos capaces de entender del todo. Pero ahí están. Sé que sufriste
mucho con ello, y como padre cuidador y protector que soy, me hubiera gustado
mucho evitártelo. Esa sensación de culpa me ha acompañado hasta hace no mucho. Creo
que todos ya lo hemos superado, y como en esta vida nada es absolutamente malo
ni bueno, a cambio hay una persona más en tu vida que te quiere y a quien
querer.
Ese suceso dividió mi vida
contigo en dos partes. En las dos he querido estar presente. Espero haberlo
conseguido en ambas.
Te quiero decir que he disfrutado
mucho en tu compañía. Me encantaba ir al colegio por las tardes a buscarte a ti
y a tu hermano, llevarte al futbol, o al teatro, o a los numerosos cumpleaños
de tus amigos. Muchos de ellos son los mismos de ahora, y eso dice mucho de tí,
de la fidelidad, generosidad y calidez con las que tratas a las personas. Esas son
cosas muy tuyas.
Disfruté mucho, y lo hago aún ahora, de nuestra afición compartida, el futbol. Recuerdo con placer jugar contigo a unos tiros en la cancha de la urba, ir a verte jugar con el Rayo majariego los sábados por la mañana o acompañarnos en el sufrimiento con el glorioso en el Calderón.
Y es que la relación, tú pequeño
y yo mayor, fue sencilla. Los roles estaban muy definidos. El tuyo era crecer,
disfrutar y estudiar, y yo creo que lo hiciste perfecto, y el mío era estar
ahí, proteger, educar, facilitar tu crecimiento, en definitiva. Espero no haber
errado mucho en esa tarea.
La segunda parte de nuestro
partido fue más compleja. La separación física y la adolescencia combinan mal.
Demasiadas cosas nuevas a las que adaptarse y muchas emociones poniéndolo todo patas
arriba. Y ahí apareció tu madurez. Pusiste todo de tu parte para que cosas
difíciles parecieran fáciles. Te doy las gracias por ello.
A partir de ahí, mi vida pasaba buscando
y encontrando la estabilidad perdida, y la tuya transcurría en un particular
partido de ida y vuelta, de perderse y de encontrarse. Lo hemos disfrutado y sufrido
juntos. Pero si uno tiene la paciencia necesaria, y la cabeza en su sitio, todo
acaba recolocándose. Y tú has tenido ambas.
Cuando uno está confuso acude a
aquello que le sustenta, a sus valores. Ya me referí antes a algunos de los que
creo son tuyos. Ellos son como una autopista personal a la que siempre se
vuelve después de haberse perdido unos kilómetros, o muchos, por carreteras
secundarias, desconocidas, con curvas pronunciadas, donde es fácil estrellarse,
pero que luego resultan ser las mejores para aprender a conducir.
Y para el final he dejado mi expresión
de orgullo por ser tu padre. Si, un orgullo que no se basa tanto en tus logros,
por los estudios acabados, o por tus conocimientos adquiridos sobre cine y política,
o por lo bien que escribes, ni siquiera por haber encontrado recientemente ese
trabajo tan chulo, aunque también. Mi orgullo se fundamenta en lo que eres, en
un gran tipo, una persona en la que se puede confiar, competente en todos los
sentidos de la vida, y con una gran capacidad de amar. Me emocioné el otro día
con el video de tu inesperado encuentro con ese amigo tuyo, mexicano, con el
que comparto apodo, Pipe. Los hombres lloran, se abrazan, quieren. Tú me lo
estas enseñando.”
¡¡FELIZ
30 CUMPLEAÑOS!!
TE QUIERO, M´HIJO (como dicen
aquí)