REDES SOCIALES

jueves, 29 de abril de 2021

UN CUENTO CHINO

 


                                               

De pequeño me gustaba leer el TBO, tal vez el comic más famoso en la España de aquella época.  Mis personajes preferidos, como no, eran Mortadelo y Filemón, unos agentes secretos muy especiales, lo más parecido a los superhéroes americanos, pero en hispano.  Y luego me gustaba darme una vuelta por la contraportada, casi siempre ocupada por la Rue del Percebe 13. Para quien no lo conozca se trata de una comunidad de vecinos con personajes muy peculiares, un tanto extremos, lo que es normal si consideramos que se trata de caricaturas que sólo pretenden divertir y entretener a jóvenes lectores. La cosa es que a día de hoy todos esos personajes podrían haber transmutado para llegar a convertirse de caricatura a realidad. 

                                        


Probablemente el frutero, que ocupa el local que da a la calle, simpatizaría con algún partido político de estos que ahora se llevan tanto, que han aprendido a hurgar en lo más mísero del ser humano y enseñan a su tropa a culpabilizar a los demás de todos sus problemas. Es tan fácil hacerlo. Sustituyen la responsabilidad personal por una exigencia de libertad que ignora la de los demás. Este personaje es de los que al mismo tiempo que acusa a los demás de robarle trampea a sus clientes para sustraerles unos centavos en cada venta.                                  

Los vecinos del segundo podrían ser venezolanos o subsaharianos. Llegaron al país andando o en patera, con dos de sus hijos y arrastrando una maleta que contenía todas sus pertenencias. Allí, de dónde vienen, no se podían quedar. Qué más da el motivo. Hasta hace poco han vivido en la calle alimentándose de las monedas que obtenían de pedir por la calle.  El año pasado los acompañó la suerte y la madre encontró trabajo en una peluquería. Por eso, este año han podido alquilar este pequeño apartamento en la Rue del Percebe, donde han nacido otros dos de sus hijos, los gemelos. En su país las familias humildes son muy numerosas, es lo que han visto siempre y es lo que hacen ahora. A veces el dinero de su salario no les da para todo y tienen que dejar de pagar el alquiler o la comunidad. La vuelta a la calle esta siempre ahí, a la vuelta de la esquina. Viven con miedo y a veces con culpa porque algún vecino les acusa de venir al país a enriquecerse y quitar el trabajo a los de aquí.

El ático, donde antes vivía el vecino moroso, ahora esta okupado por un joven que luce unas enormes rastas. Allí ha montado un huerto urbano y por la tarde toca la guitarra con amigos mientras fuman cannabis.  

El veterinario del primero izquierda es negacionista. Desconfiado desde siempre. No soporta la ansiedad que le genera no tener explicación a lo que pasa, y ha optado por abonarse a teorías conspiranoicas, difíciles de creer, sí, pero que ponen nombre y apellidos al enemigo y eso de primeras tranquiliza, pero paradójicamente, a la larga cada vez está más irritado, más enfadado y su ansiedad ha pasado a ser incontrolable.  




El ladronzuelo del tercero derecha ha prosperado y ahora va con traje y corbata. No se mancha, y ya no necesita utilizar antifaz. Se encuentra muy seguro y protegido por su “organización” que ahora es legal y recibe subvenciones. Maquiavélico.   

La señora del segundo izquierda ya es muy mayor, es la única que se mantiene de todos los antiguos vecinos de la Rue. Ha visto como se transformaba el barrio durante estos años. Ya no queda nadie de los que habitaron ese bloque, que en aquellos tiempos estaba rodeado de descampados. De todos sus amigos, el que no se ha ido a otro barrio, se ha muerto. Hoy está contenta porque la han vacunado.   

La portera de la finca ya se fue, los vecinos no podían permitirse su salario y han transformado el piso del bajo para abrir una puerta a la calle, y poder alquilárselo a un chino que pasa allí todo el día de todos los días, vendiendo bebidas, chuches y cigarrillos sueltos a los chavales.   

Todos tan diversos, antes convivían, ahora se separan. Tienen problemas, y eso no debiera ser un problema, pero ahora les cuesta solucionarlos. Cuando se juntan es difícil que se pongan de acuerdo. Las posiciones son tan extremas que en la última reunión de vecinos se oyeron gritos a más de tres cuadras. Ya no se toman decisiones importantes para la comunidad, como el cambio de compañía de suministro de agua, la derrama para arreglar el ascensor o como gestionar las cuotas atrasadas de algunos vecinos. Al final, pocos son los que van a estas reuniones para evitar el bochorno y las decisiones las tomas los dos vecinos “más interesados” que son los que siguen yendo. Los demás aceptan lo que venga. Solo quieren vivir tranquilos y no tener más problemas de los que ya tienen.  

¡Esta comunidad moderna se parece mucho a la sociedad actual! Los que la representan han dejado de hacer política, que no es otra cosa que defender unas ideas y renunciar a otras para llegar a acuerdos que permitan avanzar todos juntos, y se esfuerzan en acabar con la comunidad y con el edificio. Unos por activa y otros por pasiva, y unos con más interés que otros.

No encontramos la manera de hacer prevalecer la idea de que todos somos necesarios, sin dejar a nadie atrás. El bichito que ahora mismo nos ataca nos lo está gritando muy fuerte.  Si uno, por lo que sea, no puede andar hay que parar y ayudarle, aunque eso suponga a los demás tener que ir más despacio. De otro modo habrá tanta distancia entre nosotros que no seremos capaces de reconocernos como parte de lo mismo. Y eso está muy cerca.

O lo mismo todo esto que digo es un cuento chino, no sé. 

¡Vacunas para todos!

 

domingo, 11 de abril de 2021

ON THE ROAD

 




“Cuentan que amanecí en el año del sol

Que hizo que nos encontraran

A este lado de la Panamericana”

 

Así reza la canción de DePedro sobre la ruta más famosa y larga del continente americano. Una carretera que atraviesa 20 países en sus 17.000 kilómetros de recorrido y que solo se interrumpe en un pequeño tramo de 130 km entre Panamá y Colombia. Reconozco que me emocioné la primera vez que “manejé” por ella. Es como si tuviera la sensación de conocer de toda la vida a alguien que no había visto nunca.  

Esta semana me he vuelto a reencontrar con ella, camino a Cuenca, una ciudad imperdible situada al sur del país. Nos hemos acompañado durante 450 kilómetros y ocho horas de viaje en las que todos hemos cambiado.  

Ha cambiado la panamericana, que pasa, de enseñarse con orgullo en los alrededores de la capital, con dos o tres carriles por vía y una buena señalización, a mostrarse humilde y descuidada, arrugada y sin pintar, cuando se aleja de los grandes núcleos de población.

Va cambiando el clima como cambia la altitud, de alta a muy alta, en un viaje a través de las nubes, que unas veces, egoístas ellas, te envuelven, acaparando toda la atención e impidiendo que te fijes en nada más; en otras comparten contigo lo que les sobra, el agua; y en la mayoría de las ocasiones se alían con montañas, prados y demás elementos andinos para demostrarte que, junto a ellos, pueden componer magnificas postales en su baile sobre el fondo azul.  



Y claro, cambiamos nosotros. Un cambio que, a mí, me devuelve al pasado.

Me traslada a aquella época en la que uno aún no decide sobre su propia vida. Vivíamos en Madrid, e ir al pueblo con la familia tres o cuatro veces al año era inevitable, incontrovertible, inexcusable, vamos, que no te podías negar. Subíamos al Renault 4L, color verde, que mi madre se encargaba de cargar hasta la bandera e íbamos directos al encuentro de los 160 km que nos separaban del destino por una carretera antigua, poco cuidada y empeñada en pasar siempre por el casco histórico de todas las ciudades y pueblos que encontrábamos. Una seria apuesta por promover la cultura y el patrimonio de las ciudades que generaba inmensas caravanas en las que, sobre todo los vendedores de helados, hacían su agosto. Tan inevitable como las caravanas eran las paradas en los puestos de carretera para cargar aún más el coche, que ya protestaba por el abuso, con melones y sandías de la zona, que se acababan colando entre mis piernas y las de mis hermanos.  En fin, que aquel viaje de dos horas se convertía con demasiada frecuencia en cuatro, igual que aquí, este, que podría ser de cuatro, se convierte en uno ocho. 

Ocho horas muy distintas.

Las primeras transcurren por buenas carreteras, ciudades muy pobladas y famosos y estirados volcanes. Sorprende tener que parar en plena autovía alertados por el rojo de un semáforo o reducir velocidad por la frecuente invasión de los arcenes por vendedores de fruta, verdura y helados de salcedo, o por jóvenes avisadores que mueven sus banderas para indicar la existencia de restaurantes o huecas donde desayunar café con humitas, tigrillo o comer chancho y cuy a la brasa.

A partir del Chimborazo la cosa cambia. La carretera es otra, se hace más estrecha y sinuosa, con unos baches que a veces superan su propia definición para pasar a ser profundos agujeros, que te obligan a parar o esquivar. Las subidas y bajadas son más frecuentes y la niebla aparece y desaparece a antojo. Aun así, la gente no deja de poblar los márgenes de la carretera, unos van de un lugar que no distingues a otro que no adivinas, mientras otros esperan pacientemente  que alguien les recoja para continuar con su rutina. Me gusta ver sus caras, imaginar sus vidas, inventar sus historias, aunque lo que realmente me gustaría es preguntárselo y que ellos mismos lo contasen. Pero no se puede ser curioso y tímido al mismo tiempo. 

Al paso por los núcleos rurales vuelven los vendedores y agitadores de banderas, el ir y venir de la gente por las calles, los mercadillos, el tráfico de camionetas, los carteles electorales y las banderas multicolor del movimiento indígena.

Y por fin, cuando nos acercamos al destino, todo vuelve a cambiar, la carretera vuelve a acicalarse y a ponerse guapa para enseñar sus encantos en la gran urbe.

Uno nunca se aburre en la panamericana.