Este fin de semana he aprendido
algo que ya sabía pero que no siempre recuerdo. No es conveniente vivir lo que
aún no ha llegado. Hay momentos futuros que nuestra cabeza se empeña en perfilar
y colorear antes de que estos lleguen.
La semana pasada pinté el fin de
semana próximo.
Íbamos a Puerto Lopez, una
pequeña localidad en la costa del Pacifico, famosa porque en esta época, por lo
que sea, las ballenas se acercan a sus aguas para cortejarse, aparearse y parir
a sus crías.
Pinté un fin de semana muy
especial, soleado, con horas de hamaca y playa, aguas templadas y la cámara de
fotos muy cerca para captar coloridas instantáneas que compartir en redes. Me
imagine probando la comida Manabí, a base de pescado y sabrosas salsas, y me
imagine luciendo un sombrero panamá recién adquirido en Jipijapa. Todo muy
placentero.
Pues, aparte de las ballenas que cumplieron
con su programa de apariciones esporádicas y juegos sobre el agua, nada fue
como esperaba.
Tres días sin un rayo de sol que
echarse a la espalda, con una temperatura que pedía más una rebequita que un bañador,
lluvia matinal que embarraba las calles de tierra, muy comunes en los pueblos
de la costa, y una escasa oferta de comida Manabí.
Solo llevaba unas horas en Puerto Lopez y ya había desaparecido el cuadro que había pintado con tanto esmero, para transformarse en un lienzo improvisado donde la realidad se dibuja con pinceles y colores que iba encontrando por el camino.
Tenemos una teoría sobre esto, y es que aquí, en Ecuador, no gusta mucho el sabor del pescado y por eso lo rebozan, lo empanan o lo esconden bajo jugosas salsas. Los españoles no lo hicieron así y disfrutamos del sabor indisimulado de una corvina, que hacia unas pocas horas estaba nadando tranquila en las aguas del pacifico sin olerse la tostada.
El resto del cuadro lo componen escenas
costumbristas típicas de una pueblo de costa, barcas de pesca llegando a la
lonja y mujeres limpiando pescado que curiosamente luego no forma parte de los
menús de la zona; una paleta de imágenes
de vida humilde, pobre, a veces mezclada con cierta indolencia; y un brochazo
de color por la visita a la comunidad ancestral de Agua Blanca, donde pudimos
pasear acompañados de gallinas, cabras y
chanchos, y no bañarnos en la laguna de agua sulfurosa que en su momento
le dio nombre al pueblo, y que ahora bien pudiera darle el de Agua Gris.
Camino de vuelta, cuando divisamos
la “rotonda de la mazorca” supimos que habíamos llegado a uno de las paradas
programadas, Jipijapa, cuna, según dice la red, de los famosos sombreros de
toquilla.
Pero de nuevo lo que esperas no coincide con lo que encuentras.
Los famosos sombreros Panamá, que
no son de Panamá, que son de Jipijapa, ahora tampoco son de allí. Ni se hacen,
si se venden. Si quieres uno hay que ir a Montecristi, otro lugar de la zona. En
Jipijapa solo pudimos “disfrutar” contemplando el curioso monumento al sombrero
que adorna la plaza central de la ciudad, porque salvo eso, allí ya no queda ni
rastro de él.
Sorprendente. Pero para lo bueno y para lo malo, esto es Ecuador. No se parece a nada que puedas crear antes en tu cabeza. Hay que dejarse llevar y disfrutar improvisando.