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jueves, 19 de agosto de 2021

EXPECTATIVAS

 

Este fin de semana he aprendido algo que ya sabía pero que no siempre recuerdo. No es conveniente vivir lo que aún no ha llegado. Hay momentos futuros que nuestra cabeza se empeña en perfilar y colorear antes de que estos lleguen.

La semana pasada pinté el fin de semana próximo.

Íbamos a Puerto Lopez, una pequeña localidad en la costa del Pacifico, famosa porque en esta época, por lo que sea, las ballenas se acercan a sus aguas para cortejarse, aparearse y parir a sus crías.

Pinté un fin de semana muy especial, soleado, con horas de hamaca y playa, aguas templadas y la cámara de fotos muy cerca para captar coloridas instantáneas que compartir en redes. Me imagine probando la comida Manabí, a base de pescado y sabrosas salsas, y me imagine luciendo un sombrero panamá recién adquirido en Jipijapa. Todo muy placentero.

Pues, aparte de las ballenas que cumplieron con su programa de apariciones esporádicas y juegos sobre el agua, nada fue como esperaba.


Tres días sin un rayo de sol que echarse a la espalda, con una temperatura que pedía más una rebequita que un bañador, lluvia matinal que embarraba las calles de tierra, muy comunes en los pueblos de la costa, y una escasa oferta de comida Manabí. 

Solo llevaba unas horas en Puerto Lopez y ya había desaparecido el cuadro que había pintado con tanto esmero, para transformarse en un lienzo improvisado donde la realidad se dibuja con pinceles y colores que iba encontrando por el camino.  



El caso es que, a pesar de todo, el dibujo gastronómico no salió del todo mal. Bajo la premisa de comer siempre con platos de la zona, y ante la poco variada oferta de comida manabita, hicimos excepción a la regla y nos metimos en el único restaurante español de Puerto Lopez. “Sabor Español” se llamaba, y reunía todos los elementos de un “tipical spanish restaurant”, manteles de lunares, música flamenca, paella valenciana y sangría, esas cosas que acercan a guiris y autóctonos y alejan a hispanos. Pero comimos bien, uno de los mejores platos de pescado desde que comenzó esta aventura andina.  


Tenemos una teoría sobre esto, y es que aquí, en Ecuador, no gusta mucho el sabor del pescado y por eso lo rebozan, lo empanan o lo esconden bajo jugosas salsas. Los españoles no lo hicieron así y disfrutamos del sabor indisimulado de una corvina, que hacia unas pocas horas estaba nadando tranquila en las aguas del pacifico sin olerse la tostada.      

El resto del cuadro lo componen escenas costumbristas típicas de una pueblo de costa, barcas de pesca llegando a la lonja y mujeres limpiando pescado que curiosamente luego no forma parte de los menús de la zona;  una paleta de imágenes de vida humilde, pobre, a veces mezclada con cierta indolencia; y un brochazo de color por la visita a la comunidad ancestral de Agua Blanca, donde pudimos pasear acompañados de gallinas, cabras y  chanchos, y no bañarnos en la laguna de agua sulfurosa que en su momento le dio nombre al pueblo, y que ahora bien pudiera darle el de Agua Gris.

Camino de vuelta, cuando divisamos la “rotonda de la mazorca” supimos que habíamos llegado a uno de las paradas programadas, Jipijapa, cuna, según dice la red, de los famosos sombreros de toquilla.



Pero de nuevo lo que esperas no coincide con lo que encuentras.   

Los famosos sombreros Panamá, que no son de Panamá, que son de Jipijapa, ahora tampoco son de allí. Ni se hacen, si se venden. Si quieres uno hay que ir a Montecristi, otro lugar de la zona. En Jipijapa solo pudimos “disfrutar” contemplando el curioso monumento al sombrero que adorna la plaza central de la ciudad, porque salvo eso, allí ya no queda ni rastro de él.



Sorprendente. Pero para lo bueno y para lo malo, esto es Ecuador. No se parece a nada que puedas crear antes en tu cabeza. Hay que dejarse llevar y disfrutar improvisando.  

lunes, 2 de agosto de 2021

Camino al Quilotoa

 

Cuando supe que nuestro alojamiento estaba situado a 14 kilómetros de la laguna que era nuestro destino de fin de semana, pensé que no era una gran distancia para recorrer en coche. Pero no tuve en cuenta que estamos en Ecuador y aquí las cosas no son fáciles. Para conseguir el objetivo hay que currárselo mucho.



Se nos hizo de noche por el camino incumpliendo una de las normas que te repiten hasta la saciedad cuando viajas por Latinoamérica: “no viajes cuando se va la luz del día”.  Para complicar un poco la cosa, cuando presumíamos que ya estábamos llegando, el navegador nos metió por un camino de tierra, piedras y curvas, muchas curvas. Pensé que estábamos siendo víctimas de un algoritmo maligno de google, una equivocación de esas que a veces son noticia y que acabaríamos en un carril sin fin en medio de los Andes. Pero no, después de 14 km, y una hora de polvo y baches, llegamos al poblado de Isinliví, donde estaba nuestro hotel LluLlu Llama (Pequeña Llama, en ketchua). Un establecimiento muy acogedor con cabañas repartidas por verdes laderas y unos encargados de lo más agradable. Esto es algo que pasa mucho aquí, cuando aparentemente ya no esperas nada, encuentras el oasis. No es la primera vez, ni será la última. 

 



La primera cosa que me llega a la cabeza es preguntar a quien se le ocurre hacer un alojamiento de este tipo, en un pequeño pueblo indígena, en medio de los Andes al que solo se llega después de un tortuoso camino de tierra, que seguro estará impracticable en época de lluvia. Incompresible, pero funciona. Hay gente para todo. El alojamiento estaba lleno, casi todos europeos, casi todos mochileros. Y no me extraña porque las posibilidades del ecoturismo aquí son infinitas.

Preguntando, te enteras que este hotel, fruto de una unión ecuatoriano-holandesa, puede ser el punto de partida de una ruta senderista de tres días que transcurre por los pueblos de Sigchos, Chugchiclan y Quilotoa como destino final.  No es mal plan.  Es como un pequeño Camino de Santiago que acaba en un cráter en vez de en una catedral.  Cada uno enseña lo que tiene.  

Y si por lo que sea no quieres ir andando y además no tienes carro, solo sales o entras de aquí con un taxi o aprovechando el “milk truck” que pasa todas las mañanas por allí haciendo acopio de las pequeñas producciones de leche de las explotaciones familiares. Te subes a él y por “un dolarito” puedes disfrutar del traqueteo del camino y de las sucesivas paradas del camión para recoger los baldes de leche hasta llegar a Sigchos.  Desde allí puedes ir donde quieras. Eso ya es civilización.




Cuando llegas a la laguna, y justo después de que se te quite la cara de asombro por la belleza del lugar, te das cuenta que allí, en Quilotoa, las cosas funcionan de otra manera, a la forma indígena. Ellos tienen sus propias reglas, las de la Comunidad. Por lo pronto pagas “2 dolaritos” sólo por pasar al pueblo y otros 10 si tienes idea de bajar al cráter del volcán, no te quedan fuerzas y equilibrio como para subir los dos kilómetros de empinada y arenosa cuesta y prefieres que una mula haga tu trabajo.



Todo esto que en nuestro mundo lo gestionaría una empresa, aquí lo hace “una minga”, que es como llaman aquí al trabajo comunitario. Y obviamente, todo ese dinero, que no es poco a lo largo del día, revierte a la Comunidad que lo emplea en mantener y mejorar el poblado y a la población. O esa es la teoría. 


                          


Pero de los indígenas y de su mundo hablaré en otra entrada del blog, que eso “tiene miga”.