El otro día temblamos por primera vez desde que estamos en Quito. Lo ha provocado un pequeño movimiento sísmico con epicentro a unos 30 kilómetros de aquí, que no ha pasado desapercibido. Ha sido a la hora del desayuno. El edificio ha comenzado a oscilar, y esta palabra no está elegida al azar, durante 30 segundos que se han hecho muy largos. El agua de un pequeño depósito que tenemos en la cocina formaba pequeñas olas que iban de un lado a otro, mientras un flamenco de escayola que pende de una pequeña vara metálica, se desplazaba de un lado a otro simulando iniciar el vuelo.
Es normal que esto pase en un lugar que se denomina “La Avenida de los Volcanes”, donde vivimos. Y no es una calle de la ciudad, no, es el nombre del corredor andino que atraviesa Ecuador donde se encuentran, nada más y nada menos, que 44 volcanes, de los que 15 permanecen activos.
Cotopaxi, Chimborazo, Tungurahua, Imbabura, Cotacachi, Cayambe, Antisana, o el más cercano y famoso Pichincha, son alguno de sus nombres. Los indígenas les bautizan además con otros nombres, a los que les añaden apellidos, género, y numerosas leyendas, que aún hoy están vigentes. Es su manera de acercarse a ellos, de humanizarlos y hacerlos más comprensibles.
Así, cuando en algunos lugares de la provincia del Chimborazo se sienten y escuchan los bramidos del volcán Tungurahua, la abuela les dice a sus nietecitos que no hay tener miedo al volcán, “mi mamacita decía que la Mama Tungurahua es la mujer del Taita Chimborazo, que es un bandido como todos los hombres. Entonces, cuando el Chimborazo está coqueto, la Mama se pone celosa, y es por eso que la tierra tiembla”. Todo muy sencillo y fácil de comprender.
"Todo lo que resistes, persiste, y lo que aceptas, te transforma" (Carl Jung).
No hay comentarios:
Publicar un comentario