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miércoles, 30 de diciembre de 2020

EN LAS NUBES

 




Ellos dicen que el tiempo en Quito es muy loco, y tienen razón. Lo mismo hace un sol que abrasa, cae en vertical, directo, sin contemplaciones, o lo mismo se decide por apagar luces y dar comienzo a la función de rayos, truenos y tormenta. Esto no suele durar mucho, es fácil que antes de acabar el día el sol ya debilitado vuelva para despedirse. Ósea que, si por algún motivo vas a salir a la ciudad, lleva manga corta y bloqueador para el sol, una chompa por si refresca, y paraguas por si llueve.  El kit de paseo.

Eso sí, frío, frío, lo que se dice frío, no hace, pero no se lo digas a ellos, hay que ser respetuoso con el país que te acoge. No es la primera vez que alguien, que enfunda un buen gorro de lana, comenta el fresco que hace, mientras tú le escuchas un tanto incrédulo en manga corta. Pero no miente. El lenguaje está para eso, para adaptarse a las personas y a sus sensaciones. Nada es lo mismo en todos los lugares. Marisol, casera y amiga, hizo un comentario en este blog que me gustó mucho, y viene al caso. Ella dice que para ellos es extraño que ciertas cosas sean frías: el mar, el té y la navidad.  Para nosotros es raro también que ciertas cosas sean calientes: la cerveza, el baile y los villancicos. No es la misma burra la que va camino de Belen al ritmo calentito de una salsa. 

 


Pero, hablando del clima, lo más me llama la atención de esta zona andina son las nubes. Es casi imposible contemplar aquí ese cielo íntegramente azul que estoy tan acostumbrado a ver en Murcia. Y es que Quito está a 2.850 metros, en las nubes. Viven aquí. Durante todo el día pasean entre la montaña y la ciudad, deshaciéndose y juntándose de nuevo, subiendo unas veces y bajando en otras para así mezclarse con los vecinos y participar de alguna manera en la vida urbana.

Les gusta mucho madrugar y acostarse tarde. A primera hora de la mañana, cuando todo comienza, y por la noche, al bajar el telón, se congregan para hablar de sus cosas provocando habitualmente una densa niebla. La sensación desde nuestra casa con sus grandes ventanales es de flotar, de estar en las nubes.  

Lo de estar en las nubes me suena. En algunos momentos de la vida he estado ahí, en ese mundo etéreo, indefinido, nublado, dejando que el viento sea quien decida el próximo destino. Resulta cómodo dejarse llevar. Creo que lo aprendí de pequeño, cuando se aprenden todas las cosas importantes, esas de las que es difícil deshacerse cuando te haces consciente de ellas.   

En fin, cada uno con su clima particular afronta la vida como puede. Unos, los menos, disfrutan con un cielo despejado permanente, a la murciana; otros sufren la variabilidad del cielo quiteño, y tienen que bregar con nubes permanentes. A partir de ahí la decisión de cada cual será aprender a verlas pasar como pasan los problemas, o quedarte enredado entre ellas hasta que por aglomeración nublen tu mente.  

Por ahora aquí, en casa, cielo despejado.


lunes, 21 de diciembre de 2020

COSA DE REYES

 



Resulta extraño elegir a Papa Noel, con sus renos y su ambiente invernal, como símbolo navideño en un país que disfruta de una temperatura constante y suave de 20 grados, y que sólo ve la nieve de lejos, en los picos de algunos volcanes. Se generan imágenes que perturban. Señor mayor, con un traje rojo y blanco que permite aguantar las más bajas temperaturas, compartiendo espacio con padres y niños en manga corta y con un moreno playa que no cuadra nada con su cutis blanquecino de Papa. 

Parecería más sensato haber adjudicado ese puesto a los Reyes Magos que tienen mejor curriculum. Les va más el calorcito, hablan básicamente en castellano, son tres, lo que facilita la entrega de paquetería, y además los camellos bien podrían pasar por llamas. Me consta que echaron la solicitud hace ya bastantes años.  

Pero bueno, habrá que aceptar que los gringos y su cultura musical y cinematográfica ganan la batalla.  En eso son muy buenos, y como te pillen un poco despistado, generan una necesidad que no sabías que tenías, y ya está, ahí tienes la solución: “si no dispone de un personaje mágico para la Navidad, aquí le dejamos a este señor que, aunque esté un poco grueso, vista fatal y no se parezca en nada a ustedes, es muy efectivo en el reparto”

Las cuestiones navideñas por aquí funcionan como en otros lugares, luces, árboles de Navidad, pesebres, misa del gallo, reuniones familiares y el Niño como protagonista, se llame Jesús o Willian José. Yo echo de menos los villancicos, esos que me trasladan a mi niñez navera. Todo el pueblo los escuchaba desde los altavoces de la iglesia, mientras los chavales íbamos en cuadrilla por las casas cantando lo de los peces en el río para sacar unas perrillas, y sólo conseguíamos ahogarnos en ese mismo río con las ofrendas de vino, aguardiente y mantecados que nos daban los vecinos. 

Para fin de año, lo que peta son los petardos y quemar “monigotes”, muñecos rellenos de heno que en unos casos representan a familiares o vecinos, con los que durante el año que acaba hay algún asunto pendiente, y en otros a personajes famosos o políticos. Todos ellos, como fallas valencianas, arden en la víspera de Año Nuevo de la mano de un pirómano que tiene la ingenua intención de que el año que termina termine con ellos, pero no tarda mucho en averiguar que los problemas tienen vida propia y no se acaban con un simple fogonazo. Reconozco que es una tradición que me gusta, y no veré, al menos este año. El coronavirus ha apagado las hogueras que aún no han encendido. 

Luego está el mundo indígena, a medio camino entre su cultura origen y la adquirida. No han vuelto a ser los mismos. Su Navidad recoge el sincretismo (me encanta esta palabra, la quería meter como fuera) entre el nacimiento del Niño y el de las semillas. Durante estas fechas el “markantaita” tiene en su casa la figura del Niño Jesús, como mi abuela tenía unos días al Santo o la Virgen que le tocara. Acabado el turno mi abuela pasaba el Santo a la vecina y este señor devuelve el Niño a la Iglesia, no sin antes invitar a los que quieran a sopa de quinua, arroz cocido, patatas y queso, a la vez que juegan, bailan, y entonan rezos católicos. Lo dicho.

Y también hay quienes siguen fieles a lo suyo. En Galápagos no se bajan del burro y pasan del tradicional dúo del buey y la mula, y colocan un cuarteto de lujo con un león marino, una tortuga, un piquero de patas azules y un flamenco rosa. Todo un Belén.

Nosotros por nuestra parte seguimos fieles a la tradición y aprovechamos que los Reyes Magos tienen billete de ida para España el día 5 para irnos con ellos.  

Nos vemos allí, si el bichito de moda nos deja.

 

 


miércoles, 9 de diciembre de 2020

GALAPAGOS O LA EVOLUCION DE LOS ESPACIOS

 

Lo intuyes desde el primer momento que pisas las Galápagos y descubres que la compañía de autobuses que te transporta de la terminal del aeropuerto al embarcadero se llama LOBITO. Cuando te vas ya sabes que no podía ser de otra manera. Porque ellos, tortugas, pelícanos, iguanas, y sobre todo los lobos marinos ocupan todos los espacios. Están en las calles, dormitando en los bancos o en los muelles, ocupando el carril bici, o acosando a los pescadores que intentan vender sus recientes capturas. Esa es la esencia y la belleza de Galápagos, donde los espacios son de las otras especies. Esa es la revolución. Ellos te acompañan en cada cosa que tú haces, y sólo tienes que hacerlas intentando no molestar.



Durante un recorrido en kayak, nuestra guía nos alertó de la presencia de una pareja de pingüinos. Nadaban en una de las muchas lagunas que se crean entre las antojadizas formaciones de roca volcánica de la bahía de Puerto Villamil, en la isla de Isabela. No es fácil verlos, son muy huidizos, pero conseguimos acompañar su danza, en silencio, bailando una maravillosa sinfonía de preguntas y respuestas entre ambos, que perfectamente podría tratar sobre donde localizar la merienda de la tarde. 


Eso fue solo un rato antes de la magia.

Mientras Andrea nos contaba el complejo protocolo de los piqueros de patas azules cuando avistan un banco de peces, un grupo de ellos, 10 ó 15, aparecen sobre una zona cercana a nosotros. Repentinamente, como si quisieran representar ante unos de los primeros turistas post confinamiento el guion que en ese momento relataba la guía, uno tras otro, se lanzaron en picado sobre la superficie del agua con una sincronía digna de la patrulla Águila, sumergiéndose y saliendo nuevamente al aire con la boca abierta, buscando el premio a su número de acrobacia. Todo un espectáculo. Pero ya sabíamos por los pingüinos que es hora de la merienda, y ese parece ser un momento mágico.

Y eso paso un día después de la psicodelia.

Comprendo que es muy personal, pero eso fue lo que sentí cuando vi mezclado el negro de la roca volcánica, sus formas caprichosas, la luz del sol apareciendo entre las nubes, y el reflejo sobre el agua color turquesa que parecía invitar a seguir la fiesta desde dentro. ¡Excitación de los sentidos y euforia!


El nombre del lugar es muy representativo, los túneles de lava, pasillos de roca y agua, por donde diferentes tipos de animales acuáticos entran buscando el agua más templada del final de los canales y salen cuando empieza a bajar la marea para no quedar atrapados. Un momento de  atención y verás pasar por allí una familia de tortugas que parecen charlar sobre asuntos domésticos, seguidas de cerca por una pareja de rayas que muestran su lomo negro escondiendo la otra parte más luminosa; un pequeño tiburón solitario y con prisa, que utiliza pasadizos bajo las rocas, ahora cubiertos de agua, para avanzar más rápido; o quizás a un pequeño lobo marino que saca la cabeza y mira como preguntando si hemos visto pasar por ahí a su madre. 

Sentarte en una de esas rocas y observar ese tránsito, me hace recordar algunas tardes de verano en mi pueblo, cuando sentado en el poyete de la casa de mi abuela veía a unos y otros pasar, camino de sus casas, volviendo de sus labores, o yendo al caño para dar de beber a los animales.

Hablando de mi pueblo, allí, como en muchos otros pueblos de España y del mundo, salía y llegaba un autobús diario. Le llamaban el Correo porque, además de pasajeros, traía y llevaba la correspondencia. Nadie faltaba a la salida o a la llegada del Correo, jóvenes o viejos, por necesidad o por simple curiosidad. Volví a sentir lo mismo cuando, finalizando el viaje, cogimos la lancha que recorre las 50 millas que separan Isabela de Santa Cruz. A pesar del madrugón, por necesidad o simple curiosidad allí tampoco faltaba nadie, ni siquiera los lobos de mar.